La evolución del ser humano y de la sociedad en general,
ha adquirido en las últimas décadas un dinamismo en cuanto a la velocidad con
que los cambios se suscitan, estos cambios han permeado también las forma de ejercer
la docencia, enfrentándola a retos que nunca antes había conocido.
Hasta hace poco la formación profesional de los
individuos era relativamente estable: unos años en la universidad y después a
ejercer la profesión para toda la vida con pocas (sino es que nulas)
actualizaciones profesionales. Ahora la misma formación enfrenta grandes retos
para lograr transmitir los conocimientos, las habilidades, las actitudes y los
valores para desempeñar una profesión, lo cual no termina con la obtención de
título pues los cambios obligan a actualizaciones constantes para mantenerse al
día.
El famoso pizarrón negro, donde el docente dejaba la tiza
en ideas, esquemas y ejercicios, ha cedido su paso al pizarrón blanco (o más
bien pintarrón), donde ahora con plumones el docente busca ejercer su vocación
formativa. Pero hay algo que ha quedado y permanecido: la necesidad de formar
cada vez no solo mejores profesionistas sino mejores individuos.
De nada sirve, absolutamente de nada, el tener los
mejores adelantos tecnológicos, los mejores materiales didácticos, los mejores
procesos formativos e incluso los mejores profesores sino todo no va enfocado a
formar mejores individuos, ¿por qué?, pues simple y sencillamente porque el
individuo es la base de la sociedad y un
individuo corrupto, antiético, o simplemente sin valores, socavará las bases
mismas de la comunidad.
¿Y cómo eso intangible que son los valores, la ética, la
honestidad puede transmitirse? Ahí está el meollo, pues en esto hay una
conjunción de la familia, la sociedad y los procesos formativos. Familia y
sociedad son fuente y destino del comportamiento individual, tienen sus propias
responsabilidades, desempeñan sus propios roles, pero en la cuestión de los
procesos formativos, sobre todo de los procesos universitarios, son tres
factores los que deben cuidarse: profesores competentes (capaces, con
experiencia, con formación), profesores éticos (legales, normativos,
profesionales); profesores trascendentes (que vayan más allá de su compromiso y
busquen a través de sus alumnos crear un mejor futuro para todos).
Lo anterior requiere algo muy sencillo pero a la vez
sumamente valioso: vocación. La vocación hace que el docente, aún y cuando
cómodamente puede esperar a que llegue el cheque que tiene ya para sí, busca
afanosamente ser mejor y hacer mejor como si de su desempeño dependiera la
retribución económica. La vocación hace que el área de confort nunca sea
aceptada por el docente y que busque constantemente la perfección en lo que
hace con el riesgo que esto implica. La vocación permite al docente enriquecer
de manera intangible pero notoria, visible y
perceptible no solo su propia actividad sino la vida misma de los
alumnos que está formando.
El pizarrón negro ha cedido ante el pizarrón blanco, la manera tradicional de enseñar ha cambiado
a una nueva forma de propiciar el aprender, la tiza ha sido cambiada por el
apuntador laser, pero la necesidad de la sociedad de contar con cada vez
mejores individuos sigue de manera permanente, tal vez como nunca antes, y aquí
el docente, como guerrero y sembrador, labra con cariño, con tesón y más que
eso, con vocación, los campos de la comunidad donde los futuros profesionistas
florecerán y darán fruto.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
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Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
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