Una premisa que uno
da por sentado cuando aborda el tema de las universidades, es que quienes
laboran ahí tienen un alto nivel de compromiso intelectual que les permite
analizar a profundidad los temas y decidir correctamente basados con la mayor
información de que se dispone, después de todo para eso se les paga: para
pensar (y por ende educar, investigar y difundir la ciencia y la cultura), pero
cuando uno ve las modas académicas no puede menos que dudar de esa premisa
inicial.
“¡Todos por un
posgrado!, ¡ahora todos a investigar!, ¡ahora todos a ponenciar!, ¡ahora todos
a ser doctores!”, cual si fuera un tianguis donde las ideas se abaratan a tal
grado que deben ser perifinoneadas, de un tiempo a la fecha en nuestras
universidades se ha visto un fenómeno que más que tendencias académicas
pareciera que estamos hablando de modas académicas.
Comenzaron a
requerirse (sobre todo de manera externa, léase gobierno para asignar recursos
extras u organismos certificadores o acreditadores para otorgar
reconocimientos) que los maestros tuvieran posgrado y todos los docentes
comenzaron a ser inscritos en maestrías, en algunos casos se llego al extremo
que las mismas universidades generaban sus maestrías para ahí mismo formar y
titular a sus propios maestros.
Luego vino la moda de
los doctores. Igual que el caso anterior las universidades comenzaron a empujar
a sus docentes ya con posgrado a cursar ahora doctorados, y de la misma forma
en muchos casos creando endogámicamente ella misma sus propios grados para
formar y titular a sus propios docentes como doctores.
¿Cuál es el
resultado? Que las universidades pomposamente muestran como sus indicadores en
estos rubros han subido (enfoque cuantitativo), pero cuando uno ve la actividad
y productividad de estos docentes con maestrías o doctorados casi en nada se
diferencia de lo que hacían antes de obtenerlos o de lo que hacen sus
compañeros que no los tienen.
¿Qué quiere decir lo
anterior? Que se le invirtió tiempo, esfuerzo y dinero (esto último de toda la
sociedad que vía impuestos sostiene a la universidad) para que los docentes
obtuvieran un grado más por la moda de obtenerlo que por responder al perfil
del docente y al plan de la universidad, pero lo peor es que esa inversión no
resultó en cambios dramáticos de desempeño como uno esperaría.
Luego vienen las
ponencias, los artículos, los libros; se comenzó a exigir esto en los docentes
y éstos desarrollaron maneras de lograr lo que se pedía (de nuevo enfoque
cuantitativo): tantas ponencias, tantos artículos, tantos libros, productos que
para nada atendían la calidad requerida y que, peor aún, no abonaban en nada a
la sociedad que pagaba (y paga) con sus impuestos esto.
Pudiéramos seguir con
una lista casi interminable de las actividades académicas que más bien parecen
moda. Al parecer nadie se pregunta primero si el perfil del docente va
encauzado hacia eso que se desea ahora haga en lo individual o en lo colectivo,
lo importante de nueva cuenta es lo cuantitativo: “tantos nuevos posgraduados,
tantos nuevos doctores, tantas nuevas ponencias, tantos nuevos artículos”, pero
cuando uno pregunta ¿y todo este esfuerzo para qué ha servido? no es el
silencio el que responde sino una retahíla que busca justificar lo
injustificable: modas que nos han costado y que no nos han dejado nada.
La universidad debe
entender que no está para cumplir modas sino para vivir su vocación de servicio
a la sociedad y que para ello quienes se comprometan en tal o cual actividad
deben tener la capacidad para ello y el compromiso para desempeñarse con
excelencia en pos del bien común, de otra forma tendremos una pantomima donde
todo parezca ir hacia adelante, aunque no nos movamos.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
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