De manera sucinta
podemos decir que el concepto de autonomía universitaria hace referencia a la
independencia política, académica y administrativa de una universidad pública
con relación a los factores externos a esta; pero de un tiempo a la fecha, de
manera muy sutil y en ocasiones casi imperceptible, esta autonomía ha ido
disminuyendo condicionando el desprenderse de ella generalmente a la entrega de
recursos económicos extraordinarios.
La idea de dotar a
las universidades de autonomía tiene su eje central en la premisa de
concederles esa libertad para indagar, criticar, proponer, experimentar y
enseñar, más allá de los momentos sociales, culturales, políticos o económicos,
con lo que se pretende ampliar su campo de acción y visión y desprender de
cualquier otra intención que no sea el procurar la mejora y el avance de la
sociedad.
Hasta hace poco esa
autonomía se regía por las normas y los acuerdos que las universidades tomaran
a su interior y si bien es cierto que como todo sistema humano presentaba sus
fallas, al menos en el sentido estricto de la misma figura seguía prevaleciendo
esa libertad para pensar y hacer dentro de los límites impuestos por la misma
sociedad en la que todos vivimos.
A partir de los 80s y
con más fuerza en los 90s, sobre todo con los cambios que la sociedad comenzó a
experimentar relacionados con el fenómeno de la globalización, se vio la
necesidad de encauzar a las universidades hacia estándares de comportamiento dictados
y previamente establecidos, ¿pero cómo hacer esto si por autonomía no pueden
imponérsele formas de ser y hacer a las universidades? Fácil: a través del
condicionamiento de recursos adicionales.
Así, ciertos recursos
extraordinarios fueron condicionándose a que se implementaran sistemas de
control de la calidad, acreditación de carreras, certificaciones de maestros, y
un sinfín de etcéteras cuyos términos en la actualidad nos son tan familiares y
cuya incidencia en los procesos universitarios ha sido más que aceptada.
Recientemente, en un
evento universitario, se presentaron los indicadores prioritarios con los que
la universidad debía de trabajar, a los que debía encauzar sus estrategias,
acciones y esfuerzos, ningún indicador era propio, todos eran indicadores
impuestos externamente para garantizar la calidad de la educación superior.
No estoy argumentando
aquí a favor o en contra de esos indicadores o de esos procesos impuestos, ya
en otras ocasiones he hablado y a veces a favor y a veces en contra, lo que
estoy señalando es la falacia con la que se llenan la boca las autoridades
universitarias cuando hablan y defienden casi con su vida (metafóricamente,
claro), la cuestión de la autonomía universitaria.
Digámoslo de manera
clara. Desde hace tiempo esa autonomía en la práctica quedó sin uso ni valor.
Desde fuera se imponen los indicadores a cumplir si es que la universidad
quiere más dinero. Pensemos un momento en esto para quien todavía crea que
existe eso de la autonomía universitaria: si desde fuera se te dice qué es lo
que debes hacer o lograr, y tus esfuerzos académicos y administrativos se van
principal y prioritariamente en cumplir esos indicadores ¿podemos realmente
hablar de autonomía universitaria?
Ya no es la
universidad la que dice qué es lo que hará, cuando mucho (y eso solo cuando no
existen también ya procesos probados, certificados y acreditados para ello)
cuando mucho lo que puede decidir es la manera en que logrará lo solicitado. Y
esto no es poca cosa, ya que si desde fuera se le tuvo que decir a la
universidad lo que tiene que lograr, prácticamente es un señalar que el papel
de la universidad ha fracasado pues en vez de ella liderar los cambios externos
es lo externo lo que ha comenzado a liderar los cambios en ella.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación
• I+D+i • Consultoría
Desarrollo
Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
Este
artículo puede verse en video en https://youtu.be/vCb2B-QA4ZI
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