jueves, 30 de noviembre de 2017

Función doble de la normatividad en las universidades: constreñir a las autoridades y liberar a sus integrantes


Un hecho innegable es la necesidad de que existan reglas que nos permitan regularnos como entes en una sociedad, esta principio es aplicable casi a todo aspecto de nuestra vida ya que desde la familia hasta las organizaciones las reglas que se dictan son con la finalidad de propiciar un fin superior mayor que es el de la convivencia armónica, pero en el caso de las universidades ¿qué quiere decir esto?

Prácticamente desde que nacemos nos vemos sometidos a reglas, incluso un bebé tiene sus horas de comida y los alimentos que debe ingerir so pena de afectar su desarrollo en caso de no cumplir esto. Conforme vamos creciendo nos vemos sometidos cada vez a más reglas tanto sociales, políticas, empresariales, institucionales e incluso religiosas. Un análisis de todas esas reglas nos permite ver la ventaja que ocasiona el vivir en un sistema ordenado y en cierta forma predecible.

Pero en ese sistema, en cualquier sistema, hay actores que por su misma asimetría no son comparables, por ejemplo, el caso del gobierno y los ciudadanos. Por la misma naturaleza de esta relación el gobierno se ve sujeto a disposiciones adicionales a las de los ciudadanos, así una máxima marca que el gobierno puede hacer aquello que les está expresamente permitido, mientras que los ciudadanos pueden hacer todo aquello que no les está prohibido.

Esta dupla constreñimiento-liberación podemos verla (y de hecho debemos verla) cuando se construye normatividad al interior de nuestras universidades ya que la relación autoridades-integrantes se mantiene.

En una ocasión durante un ejercicio en este sentido, mis propuestas iban en esa dirección, es decir, amarrarle las manos a las autoridades –como se dice coloquialmente- para evitar la discrecionalidad en su actuar al mismo tiempo que buscaban fomentar la participación de manera libre de los integrantes de la comunidad universitaria.

Ante esto un integrante de la administración institucional, personalizando mi propuesta, me preguntó por la razón de pretender amarrar manos preguntándome si es que acaso eso se debía a que no confiaba en el buen actuar de las autoridades. Mi respuesta fue de inicio despersonalizar el evento como se presentaba ya que cuando se construyen normatividades éstas deben entenderse en un contexto general de aplicación y no en la personalización de tal o cual persona. 

La segunda parte de mi respuesta se dirigió a señalar que no era cuestión de confianza o falta de ella en las autoridades (lo cual de nuevo es personalizar el análisis) sino de garantizar la creación y vigencia de procesos institucionales normados que nos den la seguridad a todos de que las cosas se harán bien independientemente de quién esté en tal o cual puesto.

Toda autoridad –gubernamental, empresarial, universitaria, etc.- tiene una ventaja sobre el resto de los integrantes por los recursos que dispone y por el nivel jerárquico que detenta, de ahí que si no existen reglas que limiten y delimiten su campo de acción la tentación de la discrecionalidad en el mismo –y por lo tanto los excesos en el ejercicio de la función- está latente.

Por otra parte y con relación a los demás integrantes de una universidad, las reglas que se desarrollen deben buscar en todo momento no coartar de ninguna manera su actuación, siempre y cuando ésta se de dentro de los límites que permitan precisamente esa sana convivencia que se busca.

La normatividad en una universidad, a manera de replicar otros aspectos de nuestra vida, tiene la intención de protegernos de los abusos que pueden darse en el ejercicio del poder, de ahí que una función de la misma sea el obligar a las autoridades a desempeñarse en un actuar determinado; de la misma forma y como reconocimiento a las libertades que como individuo tenemos, también debe ser un baluarte que establezca las condiciones para que ese actuar libre se de. En la medida que ambos aspectos sean considerados en la creación de normatividades universitarias, las universidades se desarrollaran como modelos a replicar en los demás aspectos de la vida social.

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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viernes, 24 de noviembre de 2017

Funcionario universitario, para quién ¿trabajas?


La cuestión laboral, sobre todo en las universidades públicas, entraña diferentes particularidades que deben ser abordadas y entendidas para comprender esa relación en el contexto preciso ya que de dicho entendimiento se desprenderán conceptos relativos a la lealtad y el compromiso y de ello se desprenderá la congruencia y responsabilidad.

En una ocasión platicaba con un maestro sobre el escandaloso caso sucedido en una universidad del norte de México donde se descubrieron graves casos de corrupción tales como fraudes y tráfico de influencias que dañaron el patrimonio de dicha universidad. La conversación no giró en torno al problema en sí, sino más bien a la participación que en él tuvieron ciertos funcionarios, ya que mientras algunos se deslindaron de tales actos e incluso los denunciaron, otros fueron partícipes sea de manera directa o con su indolencia y pasividad ante los hechos citados.

Este maestro argumentaba que los funcionarios que se deslindaron y denunciaron los hechos eran unos ingratos pues habían traicionado la confianza que el Rector había depositado en ellos, en todo caso si no estaban de acuerdo lo que debieron haber hecho –me decía este maestro- era dejar su puesto y que otros se hicieran cargo. En el caso de los partícipes en los hechos, sea de manera directa o por indolencia y pasividad, este maestro los defendía señalando que era poco lo que podían hacer pues tenían que obedecer las órdenes que se les daban.

El anterior argumento no sorprende pues muchas personas creen que la lealtad de quien trabaja bajo las órdenes de alguien en una universidad está precisamente para con su superior, lo cual es un error y para dejarlo claro un gravísimo error: quien trabaja en una universidad trabaja para y por la universidad, no para quien es su superior.

Después de escuchar a este maestro vituperar a quienes denuncian irregularidades en las universidades acusándolos de traidores a la confianza de su superior y de justificar a aquellos que no actúan pues la lealtad está con su superior, no debe sorprendernos el estado que guardan muchas universidades, y ¿por qué no decirlo? muchas de las instituciones de nuestro país.

El correcto entendimiento de esta cuestión, la cuestión laboral, en una universidad pública, nos da la pauta para colocar cada cosa en su lugar y juzgar de manera cabal todos los hechos que al interior de la misma suceden.

La universidad pública, a diferencia de una empresa, no es de alguien en particular sino de la comunidad en su generalidad, ésta a través de sus aportaciones vía impuestos la sostiene y la mantiene. Quienes llegan a puestos de autoridad y responsabilidad en una universidad tienen por un lado un marco normativo que los constriñe y sujeta a un actuar y por otro las obligaciones inherentes que se desprenden del puesto que tiene          .

En ambos casos no creo que haya nada que señale o le permita al funcionario un mal actuar, pero que por el contrario quienes dependen de él siguen obligados a un buen actuar, siendo que si el primero incumple sus obligaciones normativas o del puesto, los segundos tienen la obligación de deslindarse y denunciar, ¡incluso en el ejército un oficial no está obligado a cumplir una orden absurda, indebida o ilegal con más en una Universidad!, no hacerlo es volverse copartícipe de los actos

Entendamos esto: la lealtad de quien trabaja para una universidad pública está para con la misma universidad, para con sus ideales, sus valores, sus normas, no está y nunca lo estará para con sus superiores. Toda persona que labora en una universidad pública en el nivel que sea, colabora (esta es la palabra clave) con las autoridades en turno que buscan (o deben buscar) cumplir y hacer cumplir las leyes y reglamentos que dan orden y dirección a la institución pero trabaja (y esto no lo debe de perder de vista) por y para la institución.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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viernes, 17 de noviembre de 2017

Generalización en las discusiones: fórmula infalible para mostrar carácter, congruencia y compromiso


Generalización en las discusiones: fórmula infalible para mostrar carácter, congruencia y compromiso

Es un hecho que algo que nos caracteriza como seres humanos es que tenemos a nuestro alcance la discusión de los problemas para llegar a la solución de los mismos, discusión que por lo acalorado de ciertos temas puede volverse candente, pero que si aplicamos la fórmula de generalizar las ideas subyacentes en los temas la discusión no solo se vuelve más fluida sino que los participantes demuestran de que están hechos.

En varias ocasiones he puesto a consideración de quien lee esto, diversos temas relativos a la gestión universitaria, temas que tocan lo mismo la parte académica que la parte administrativa y que tienen que ver de igual forma con alumnos y con la sociedad en general. De la misma forma, en más de una ocasión, he tenido la oportunidad de intercambiar ideas (no discutir, sino intercambiar ideas), con lectores que piensan de otra forma.

Hago aquí un paréntesis para agradecer a esos lectores que con su desacuerdo en algunas de las ideas expuestas me dan la valiosa oportunidad de reconsiderarla y ver desde otra perspectiva el tema que se discute. Soy un convencido de que donde dos piensan igual, uno sale sobrando; y que de la misma forma las diversas posturas sobre un tema enriquece la discusión del mismo.

Cerrado ese paréntesis continúo. Comentaba el intercambio de ideas que he sostenido con lectores cuya visión del punto tratado difiere de la de un servidor. En ese intercambio de ideas he aplicado una regla que he aprendido en mi andar por la universidad. Ese caminar que me ha llevado a diferentes niveles universitarios y me ha permitido entrar en discusión de temas en diversas mesas, me ha dado una fórmula muy básica que me permite darle fluidez a una discusión (incluso destrabarla cuando ha llegado a un impasse) y no solo eso, sino que me ha permitido ver de qué están hechos quienes participan en dicho intercambio de ideas: generalización en las discusiones.

Cuando alguien habla de un punto en específico, aparte que la cuestión visceral está a flor de piel pues generalmente se trata de puntos donde el sustentante tiene filias o fobias, se presenta el fenómeno de perder la perspectiva del trasfondo del asunto que se esté tratando. Ambos problemas mencionados se superan cuando la discusión deja el plano de la especificidad (al menos en un principio) para ponerse de acuerdo en la generalidad del tema analizado.

Vamos ejemplificando esto. En una ocasión como funcionario universitario comencé varios procesos para la rendición de cuentas, procesos que iban desde refrendos hasta presentar a quienes integraban mi área el avance detallado del ejercicio presupuestal. Estos procesos se me señalaban por otros funcionarios que no les parecían y con los cuales en ocasiones discutí más de uno. Pero en vez de hablar en lo específico de tal o cual punto me iba a la generalidad: “dime, como funcionarios ¿estamos obligados a actuar bien o a actuar mal?, ¿los recursos que manejamos son nuestros o de la institución?, ¿si actuamos bien nos debemos de ocultar?” y así por el estilo. Obvio que las respuestas eran más que evidentes, evidentes no solo en el sentido en el cuál debían salir sino también evidentes pues evidenciaban que detrás del argumento esgrimido en contra lo único que había eran intenciones personales de un actuar discrecional.

Cualquier discusión en nuestras instituciones de educación superior (y de hecho en cualquier momento de nuestra vida) pueden comenzar con generalizaciones tales como ¿la transparencia es buena?, ¿la rendición de cuentas es buena?, ¿la inclusión es buena?, ¿la cordialidad es buena?, ¿el consenso es bueno?, ¿el compromiso es bueno?, y de ahí en función de las respuestas puede uno irse acercando poco a poco a la particularidad del tema en específico que se está tratando, de otra forma ese intercambio de ideas puede llegar a convertirse en una lucha encarnizada no por tener la razón sino por imponer una visión sobre el punto tratado.

La generalización de las discusiones nos permite tener una perspectiva más amplia del trasfondo del tema que se está tratando, de la misma forma nos faculta para desprendernos un poco de la cuestión emocional aunada a toda discusión pero más importante aún es que nos permite ver de qué están hechas las personas que intervienen en esa dinámica y concluir de manera correcta sobre cada tema tratado.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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viernes, 10 de noviembre de 2017

Primer mandamiento de las universidades: No confundirás los fines con los medios



La capacidad intelectual implica el saber qué se quiere obtener así como la forma de obtenerlo, a lo primero lo llamamos fines mientras que los segundos son los medios; en el caso de las universidades, y a pesar de lo que pudiera pensarse, el no confundir los fines con los medios debería ser la piedra angular de todo su quehacer, pero en muchas ocasiones pareciera que los medios se han convertido en los fines por sí mismos.

Todas las personas realizamos diferentes actividades, actividades que siempre tienen un para qué en nuestra vida. Quien hace ejercicio es para estar saludable o tener condición y esto para llevar una vida plena; quien estudia es para habilitarse y poder desempeñar un trabajo o profesión y así tener los recursos necesarios para vivir; quien está en un proceso de noviazgo busca finalmente y si las condiciones se dan, el formar una familia y de esta forma trascender.

Podríamos pensar en muchas más actividades que cotidianamente realizamos, pero todas tendrían la característica común de que buscan algo, no son un fin en sí mismas, hay una claridad del por qué se hacen las cosas y del para qué hacerlas. Pensar o proponer que se hacen solo porque sí, es decir, considerándolas un fin en sí mismas es algo absurdo e ilógico. En el caso de las universidades, ¿podemos decir lo mismo?

Desde los 80’s comenzó una estrategia gubernamental para la asignación de recursos extraordinarios a las universidades. La estrategia consistía en que se condicionaban esos recursos extraordinarios a cambio de que la universidad los enfocara en mejorar sus indicadores, indicadores que se identificaban sea con competitividad (programas educativos) y capacidad (planta docente y cuerpos académicos). Más recientemente se han incorporado otros factores que tienen que ver con la innovación y la administración institucional.

Hasta ese entonces, los profesores con maestría o doctorado en su mayoría eran docentes que tenían la capacidad, el interés o la necesidad pedagógica o disciplinaria por conseguir el grado; hasta ese entonces quienes escribían artículos o libros eran académicos a quienes se les daba, les gustaba y lo hacían como parte de sus actividades cotidianas; hasta ese entonces vinculación, tutoría, investigación y un sinfín de etcéteras respondían a perfiles del profesorado relacionado con sus capacidades, gustos o potencialidades. Después cambio todo.

De repente las universidades comenzaron (y aún continúan) a enfocar sus esfuerzos en mejorar esos indicadores con lo que –ojo- los medios se convirtieron en los fines. Antes quien obtenía un grado era porque lo requería para su desempeño académico-profesional, ahora el grado valía por sí mismo independientemente de si iba a ser aprovechado o potencializado por el docente. Antes quien escribía (y los medios que le publicaban) compartían la necesidad de difundir conocimiento innovador, de calidad, pertinente; ahora el publicar era un fin en sí mismo pues mejoraba los indicadores institucionales; antes la vinculación, tutoría, investigación y ese sinfín de etcéteras que pudiéramos mencionar se realizaban por la necesidad existente de hacerlo, ahora era para obtener puntos ante los organismos evaluadores.

Y así de repente, todo lo que antes era un medio para obtener algo más, se convirtió en un fin en sí mismo. Ya no se pregunta por qué este o aquel docente quiere estudiar una maestría o un doctorado, ya no se pregunta del por qué publicar tal o cual cosa generada por un maestro, ya no se pregunta del por qué de la tutoría, investigación y de nuevo ese sinfín de etcéteras. Ahora todo vale por sí mismo. Los medios se han convertido en fines.

Si analizáramos la pertinencia de toda esa habilitación y el impacto social de la mejora de todos los indicadores, ¿qué resultado obtendríamos? El incremento en profesores con maestrías y doctorados ¿ha mejorado la docencia, la investigación y la extensión de la ciencia y la cultura?; el incremento en publicaciones ¿ha generado o aplicado de manera innovadora conocimiento?; la tutoría, investigación y todo ese sinfín de etcéteras, ¿ha mejorado significativamente la comunidad en la cual las universidades están insertas?

Las universidades, sobre todo las universidades públicas no son entes aislados, reciben recursos públicos vía impuestos y por lo mismo tienen la obligación de destinar cada peso en actividades que si bien es cierto les generen valor como institución, ese valor se vea reflejado en la sociedad que aporta recursos y a la cual, a menos en el discurso, las universidades se deben.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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viernes, 3 de noviembre de 2017

Universidades en crisis: Se juntaron el hambre y la necesidad


La premisa básica que uno da por hecho cuando se habla de las universidades, es que en ellas están las personas más capaces técnica, profesional e intelectualmente hablando, por lo que con confianza podemos voltear hacia esas instituciones en busca de soluciones a los problemas que aquejan a la sociedad, pero ¿qué pasa cuando las universidades están inmersas en crisis que evidencian lo contrario de la premisa inicial?

En una ocasión hablaba con un amigo acerca de la grave crisis financiera por la que están pasando las universidades en nuestro país. Ambos hacíamos apreciaciones sobre lo que implicaba esto así como los alcances de los problemas universitarios. En medio de la plática le hice un comentario que sonó un poco escandaloso: “si las universidades, con tanto experto súper preparado que tiene, están inmersas en esos problemas, ¿no deberíamos dudar siquiera un poquito de su capacidad y por lo tanto no poner nuestra confianza en ellas?”

La idea es sencilla: ¿cómo es posible, por un lado, que las universidades hayan llegado a ese nivel de problema financieramente hablando y, por otro lado, cómo es posible que sean incapaces de resolverlo?

Sé que algunos argumentaran los problemas en cuanto a la radicación presupuestal de los compromisos financieros que tienen los diferentes niveles de gobierno (en el caso de las universidades públicas), pero aún así ¿no tienen planes de contingencia? ¿no saben distinguir entre lo prioritario y lo no prioritario? ¿no tienen manera alguna de encontrar soluciones a esos problemas?

Siguiendo con la conversación le comenté a mi interlocutor como es que un ama de casa al parecer demuestra más sabiduría en cuanto al manejo de sus recursos, esté o no letrada: administra lo que tiene y si no hay recorta. Pero parece que las universidades solo tienen la opción de pedir más y esperar se les de la totalidad de los recursos.

Seamos honestos: si pusiéramos en un grid las actividades que realizan todas las áreas de todas las universidades, ¿qué proporción de actividades podríamos considerar en el área de “prioritarias e ineludibles”? ¿un 90%? ¿un 70%? ¿un 50% o de plano menos?

Pongámoslo de una forma más sencilla: ¿alguien acudiría con un nutriólogo que está pésimamente de salud? ¿o con un contador público que está súper embroncado fiscalmente hablando? ¿o con un asesor financiero que está en bancarrota? Ahora bien, ¿alguien iría a una universidad a formarse, buscar soluciones o simplemente para buscar formas de mejorarse si dicha universidad está con graves problemas financieros, académicos o administrativos (que en muchas ocasiones son uno y lo mismo)?

Creo que para los fines que persigue una universidad (formar profesionistas, realizar investigación y extender la ciencia y la cultura), la peor tarjeta de presentación que puede tener es mostrarse y señalar que está con problemas, sean éstos los que sean, simple y sencillamente porque es una forma de decir “no puedo ni sé cómo, pero sí quiero ayudarte a ti”. Verdaderamente ridículo e incongruente.

Las universidades, antes que pretender incidir de manera decisiva en las sociedad con sus procesos, deben ser capaces de mostrarse como entes exitosos para poder creer –no solo confiar- en su capacidad para ayudarnos a remontar nuestros problemas y habilitarnos para conseguir nuestras metas.

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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jueves, 26 de octubre de 2017

Objetivo de la educación: libertad


Si les preguntamos a cien personas cual es el objetivo principal de la educación, seguramente tendremos cien respuestas diferentes, mientras unos ven a la educación con un fin utilitarista, es decir, que sirva para algo, otros la ven como una habilitación, es decir, facultar a las personas para desarrollar su potencial. Pero independientemente de la idea que cada quien tenga, un análisis profundo nos lleva a concluir que el objetivo último de la educación no es otro sino el de la libertad.

Entremos a analizar el punto sobre la finalidad de la educación, por la experiencia personal el enfoque será sobre educación superior pero el análisis aplica para cualquier nivel educativo. Comencemos por analizar ciertas respuestas sobre los fines de la educación.

La respuesta tradicional que dan las universidades en sus planes y programas de estudios, es que la educación que ofrecen conlleva la finalidad, palabras más palabras menos, de formar profesionistas capaces y competentes para desenvolverse con éxito en el mundo laboral. Ahora bien, si uno hace un ejercicio mental del por qué ulterior, es decir, ¿por qué ese fin?, la respuesta será para que puedan trabajar, para que puedan ganar dinero, para que puedan vivir bien, pero preguntas posteriores buscando un fin último nos lleva ineludiblemente a la libertad. Un mal profesionista siempre estará subyugado por el mercado, tendrá que someterse a él, pero un profesionista competente y de éxito, como lo esbozan las universidades, es dueño de su destino y en última instancia libre.

Veamos otra respuesta, la de habilitar a la gente para que desarrolle su potencial. El análisis es el mismo, ¿para qué habilitar a la gente para que desarrolle su potencial? Las respuestas pueden ser para que se autorrealicen, para que sean felices, para que logren sus metas, pero de nueva cuenta una pregunta posterior de ¿para qué? nos lleva a la libertad que implica soltar a las personas de las ataduras y limitaciones que obstaculizan logar ese potencial.

Podemos tomar todas las respuestas que pudieran darnos sobre el fin de la educación pero la respuesta última siempre será la libertad, una libertad plena y total que como horizonte buscamos alcanzar, una libertad que faculta a las personas a lograr su potencial y conseguir sus sueños, una libertad  que le da las herramientas a los individuos para hacerse dueño de su destino.

Ahora bien, una respuesta que merece un análisis especial es cuando alguien comenta que el fin último de la educación es que la gente sea feliz. Sin entrar en discusión he de decir que no estoy de acuerdo, sostengo que la finalidad última de la educación es la de otorgar la libertad a todos los individuos, ¿por qué sostengo esto?, por lo siguiente: la educación sí puede comprometerse con darle libertad al individuo a través del conocimiento, la habilitación técnica o profesional, la creación de conciencia, etc. pero es el propio individuo quien con esa libertad debe dar el paso final para conseguir la felicidad a la que todas las personas aspiramos, solo que esa felicidad no es responsabilidad de la educación sino del individuo.

Obvio, por el análisis que estamos haciendo, que la educación faculta al individuo para lograr esa felicidad a través de la libertad que le otorga, pero no es responsabilidad de la educación, y por ende su fin último, el conseguir la felicidad para el individuo.

Si bien es cuestión de enfoque el fin último de la educación, de la verdadera educación, es liberar al individuo, aunque suene utópico liberarlo completamente tanto física, mental, emocional, económica, política y espiritualmente hablando para que cada quien se encuentre en totalidad de su potencial para alcanzar su destino en la vida.

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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viernes, 20 de octubre de 2017

Exámenes de incompetencia


Cuando hablamos de una formación profesional que se sustente en el enfoque de competencias, entramos sin querer en una madeja de instrumentos, procesos, vocabulario, escenarios y demás que en ocasiones impide valorar el alcance de la aplicación del enfoque de competencias, una manera de desenredar esa madeja es simple y sencillamente viendo los exámenes que se aplican para evaluar los resultados del proceso formativo.

Me ha tocado la fortuna de conocer varias universidades, las cuales en su mayoría se jactan de tener incorporado en sus procesos el enfoque formativo por competencias. De la misma forma cuando uno quiere abordar la manera en que cada universidad aplica este enfoque, se encuentra con el problema de que los formatos de la materia son diferentes, la jerga que se utiliza también cambia, las actividades son difíciles de calificar a menos que uno las evalúe in situ, etc. Pero esta dificultad no elimina la necesidad que se tiene de ver y saber la manera en que el enfoque por competencias se está aplicando en nuestras universidades.

Imaginemos un escenario donde al ir con un médico por un problema de salud éste tuviera que hacer decenas de análisis para poder hacerse de la impresión sobre nuestro estado de salud, realmente sería algo desgastante, impráctico y tal vez incluso riesgoso por los tiempos que esto tomaría. De la misma forma si uno quiere evaluar la aplicación del enfoque de competencias en los procesos formativos de las universidades debe ser capaz de escoger de entre toda la madeja que implica la implementación de éste enfoque, un indicador que nos permita al menos una primera impresión, este indicador son los exámenes.

El examen, lo que yo llamo la validación, es el punto final del proceso formativo, es la parte valorativa que incluye el análisis del grado de la habilitación en cuanto a las competencias profesionales que se buscan lograr, por lo tanto es una manera muy sencilla de evaluar aunque sea en una primera instancia todo el proceso formativo, y es precisamente aquí, como se dice vulgarmente “donde la puerca tuerce el rabo” al encontrarnos en ocasiones con verdaderos exámenes de incompetencia.

Dado que el examen implica un diseño, aplicación y posterior evaluación por parte del maestro, en ocasiones éste instrumento no responde a la necesidad de evaluar el grado de desarrollo de las competencias buscadas, sino más bien a facilitar al docente los pasos que hemos señalado: diseño, aplicación, evaluación. ¿Cuál es la característica principal que debe contener un examen que busque evaluar conocimientos, habilidades, actitudes y valores en un entorno formativo bajo el enfoque de competencias? Su aproximación con las características de la realidad.

Cada quien que llegue a sus conclusiones. En lo personal me han tocado ver exámenes muy fáciles de aplicar y evaluar por parte del maestro pero que para nada se acercaban en lo más mínimo a las características de la realidad, ahora bien, si el enfoque es el de competencias (y de hecho la formación de profesionistas señala que busca hacerlos competentes para un mundo laboral), ¿qué competencia, qué formación estaremos evaluando cuando el instrumento para ello no recupera en sí mismo las características de la realidad?

De nueva cuenta que cada quien llegue a sus conclusiones, y no se trata de iniciar una discusión estéril ya que cualquier argumento en uno u otro punto se salva cuando se responde a “este examen, ¿presenta en su diseño lo más cercano posible, las características de la realidad?” Si la respuesta es sí no hay discusión que sea necesaria, si la respuesta es no cualquier justificación es incapaz de salvar ese enorme defecto.

La formación por competencias no es un discurso que con solo decirlo y repetirlo se lleve a cabo, y si bien es una herramienta formativa que enfoca los procesos educativos, necesariamente debe incorporar en dichos procesos las características de la realidad y reflejar, por ende, en sus instrumentos de evaluación esas mismas características.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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viernes, 13 de octubre de 2017

Académicamente bueno, ¿pero profesionalmente malo?


En los diferentes procesos académicos que me ha tocado participar y que implican establecer perfiles de egresados, siempre se han determinado características que se identifican con la excelencia profesional, no solo conocimientos y habilidades, sino también actitudes y valores, ahora bien, si eso se espera de un profesionista egresado de una universidad ¿es lógico pensar que quienes estén al frente de los procesos formativos muestren menos características que aquellas que quieren desarrollar?

En una ocasión me toco una situación que fuera cómica sino fuera trágica en una universidad: había unos académicos que habían sido sancionados por diferentes faltas o señalados en varias irregularidades, faltas e irregularidades que no viene al caso mencionar, pero eran faltas e irregularidades graves y vergonzosas tanto para la universidad como, quiero suponer yo, para el mismo académico.

Lo incoherente e incomprensible, para mí, de la situación es que esas personas estaban dando clases, impartiendo asesorías, liderando proyectos de investigación o vinculación, participando en procesos institucionales, etc.

Cuando le pregunté a las autoridades del porqué de lo anterior escuche lo que hasta ahorita para mí es la respuesta más aberrante, absurda e ilógica que de alguien que trabaja en una universidad he escuchado: “lo que pasa es que a pesar de todo es un buen académico”.

Con esa desatinada argumentación pretendía justificar lo injustificable: tener liderando en procesos claves a personas que habían demostrado un ínfimo sino es que nulo amor a la institución, compromiso a la profesión, y responsabilidad con la vocación.

Todos los perfiles de los egresados de todas las universidades marcan no solo conocimientos y habilidades para poder ser considerados como profesionistas capaces, también mencionan actitudes y valores para poder ser considerados gente de confianza.

Pero lo que esta pobre autoridad (pobre en sentido intelectual) me decía, es que con que una persona tuviera conocimientos y habilidades aunque careciera de actitudes y valores positivos o incluso que éstos fueran negativos, le era suficiente para tenerlo formando alumnos, liderando investigaciones, relacionándose vía vinculación con la comunidad o participando en procesos institucionales.

Pero, desde mi punto de vista, no solo era aberrante, absurda e ilógica esa “justificación” sino que peor aún: era falsa. Nadie en su sano juicio iría con un profesionista que fuera muy capaz (conocimientos y habilidades) pero que estuviera señalado de graves acciones (actitudes y valores), pero en esta universidad (lo que es lo que a esa persona no le pueda ni le duela su propia institución), al parecer no había ningún problema con generar una situación por demás irracional.

En otras ocasiones he señalado que el compromiso de las universidades, dado que están en el pináculo del desarrollo, debe ser contar con los mejores elementos para formar, investigar y extender los beneficios de la ciencia y la cultura, pero estos elementos deben ser los mejores no solo en cuanto a conocimientos y habilidades, sino también en cuanto a actitudes y valores, de lo contrario su discurso frente a la sociedad será simplemente una dialéctica hueca, falsa y embustera.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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