jueves, 30 de noviembre de 2017

Función doble de la normatividad en las universidades: constreñir a las autoridades y liberar a sus integrantes


Un hecho innegable es la necesidad de que existan reglas que nos permitan regularnos como entes en una sociedad, esta principio es aplicable casi a todo aspecto de nuestra vida ya que desde la familia hasta las organizaciones las reglas que se dictan son con la finalidad de propiciar un fin superior mayor que es el de la convivencia armónica, pero en el caso de las universidades ¿qué quiere decir esto?

Prácticamente desde que nacemos nos vemos sometidos a reglas, incluso un bebé tiene sus horas de comida y los alimentos que debe ingerir so pena de afectar su desarrollo en caso de no cumplir esto. Conforme vamos creciendo nos vemos sometidos cada vez a más reglas tanto sociales, políticas, empresariales, institucionales e incluso religiosas. Un análisis de todas esas reglas nos permite ver la ventaja que ocasiona el vivir en un sistema ordenado y en cierta forma predecible.

Pero en ese sistema, en cualquier sistema, hay actores que por su misma asimetría no son comparables, por ejemplo, el caso del gobierno y los ciudadanos. Por la misma naturaleza de esta relación el gobierno se ve sujeto a disposiciones adicionales a las de los ciudadanos, así una máxima marca que el gobierno puede hacer aquello que les está expresamente permitido, mientras que los ciudadanos pueden hacer todo aquello que no les está prohibido.

Esta dupla constreñimiento-liberación podemos verla (y de hecho debemos verla) cuando se construye normatividad al interior de nuestras universidades ya que la relación autoridades-integrantes se mantiene.

En una ocasión durante un ejercicio en este sentido, mis propuestas iban en esa dirección, es decir, amarrarle las manos a las autoridades –como se dice coloquialmente- para evitar la discrecionalidad en su actuar al mismo tiempo que buscaban fomentar la participación de manera libre de los integrantes de la comunidad universitaria.

Ante esto un integrante de la administración institucional, personalizando mi propuesta, me preguntó por la razón de pretender amarrar manos preguntándome si es que acaso eso se debía a que no confiaba en el buen actuar de las autoridades. Mi respuesta fue de inicio despersonalizar el evento como se presentaba ya que cuando se construyen normatividades éstas deben entenderse en un contexto general de aplicación y no en la personalización de tal o cual persona. 

La segunda parte de mi respuesta se dirigió a señalar que no era cuestión de confianza o falta de ella en las autoridades (lo cual de nuevo es personalizar el análisis) sino de garantizar la creación y vigencia de procesos institucionales normados que nos den la seguridad a todos de que las cosas se harán bien independientemente de quién esté en tal o cual puesto.

Toda autoridad –gubernamental, empresarial, universitaria, etc.- tiene una ventaja sobre el resto de los integrantes por los recursos que dispone y por el nivel jerárquico que detenta, de ahí que si no existen reglas que limiten y delimiten su campo de acción la tentación de la discrecionalidad en el mismo –y por lo tanto los excesos en el ejercicio de la función- está latente.

Por otra parte y con relación a los demás integrantes de una universidad, las reglas que se desarrollen deben buscar en todo momento no coartar de ninguna manera su actuación, siempre y cuando ésta se de dentro de los límites que permitan precisamente esa sana convivencia que se busca.

La normatividad en una universidad, a manera de replicar otros aspectos de nuestra vida, tiene la intención de protegernos de los abusos que pueden darse en el ejercicio del poder, de ahí que una función de la misma sea el obligar a las autoridades a desempeñarse en un actuar determinado; de la misma forma y como reconocimiento a las libertades que como individuo tenemos, también debe ser un baluarte que establezca las condiciones para que ese actuar libre se de. En la medida que ambos aspectos sean considerados en la creación de normatividades universitarias, las universidades se desarrollaran como modelos a replicar en los demás aspectos de la vida social.

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación • I+D+i • Consultoría
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Este artículo puede verse en video en https://youtu.be/Sc4skBIhwr0

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viernes, 24 de noviembre de 2017

Funcionario universitario, para quién ¿trabajas?


La cuestión laboral, sobre todo en las universidades públicas, entraña diferentes particularidades que deben ser abordadas y entendidas para comprender esa relación en el contexto preciso ya que de dicho entendimiento se desprenderán conceptos relativos a la lealtad y el compromiso y de ello se desprenderá la congruencia y responsabilidad.

En una ocasión platicaba con un maestro sobre el escandaloso caso sucedido en una universidad del norte de México donde se descubrieron graves casos de corrupción tales como fraudes y tráfico de influencias que dañaron el patrimonio de dicha universidad. La conversación no giró en torno al problema en sí, sino más bien a la participación que en él tuvieron ciertos funcionarios, ya que mientras algunos se deslindaron de tales actos e incluso los denunciaron, otros fueron partícipes sea de manera directa o con su indolencia y pasividad ante los hechos citados.

Este maestro argumentaba que los funcionarios que se deslindaron y denunciaron los hechos eran unos ingratos pues habían traicionado la confianza que el Rector había depositado en ellos, en todo caso si no estaban de acuerdo lo que debieron haber hecho –me decía este maestro- era dejar su puesto y que otros se hicieran cargo. En el caso de los partícipes en los hechos, sea de manera directa o por indolencia y pasividad, este maestro los defendía señalando que era poco lo que podían hacer pues tenían que obedecer las órdenes que se les daban.

El anterior argumento no sorprende pues muchas personas creen que la lealtad de quien trabaja bajo las órdenes de alguien en una universidad está precisamente para con su superior, lo cual es un error y para dejarlo claro un gravísimo error: quien trabaja en una universidad trabaja para y por la universidad, no para quien es su superior.

Después de escuchar a este maestro vituperar a quienes denuncian irregularidades en las universidades acusándolos de traidores a la confianza de su superior y de justificar a aquellos que no actúan pues la lealtad está con su superior, no debe sorprendernos el estado que guardan muchas universidades, y ¿por qué no decirlo? muchas de las instituciones de nuestro país.

El correcto entendimiento de esta cuestión, la cuestión laboral, en una universidad pública, nos da la pauta para colocar cada cosa en su lugar y juzgar de manera cabal todos los hechos que al interior de la misma suceden.

La universidad pública, a diferencia de una empresa, no es de alguien en particular sino de la comunidad en su generalidad, ésta a través de sus aportaciones vía impuestos la sostiene y la mantiene. Quienes llegan a puestos de autoridad y responsabilidad en una universidad tienen por un lado un marco normativo que los constriñe y sujeta a un actuar y por otro las obligaciones inherentes que se desprenden del puesto que tiene          .

En ambos casos no creo que haya nada que señale o le permita al funcionario un mal actuar, pero que por el contrario quienes dependen de él siguen obligados a un buen actuar, siendo que si el primero incumple sus obligaciones normativas o del puesto, los segundos tienen la obligación de deslindarse y denunciar, ¡incluso en el ejército un oficial no está obligado a cumplir una orden absurda, indebida o ilegal con más en una Universidad!, no hacerlo es volverse copartícipe de los actos

Entendamos esto: la lealtad de quien trabaja para una universidad pública está para con la misma universidad, para con sus ideales, sus valores, sus normas, no está y nunca lo estará para con sus superiores. Toda persona que labora en una universidad pública en el nivel que sea, colabora (esta es la palabra clave) con las autoridades en turno que buscan (o deben buscar) cumplir y hacer cumplir las leyes y reglamentos que dan orden y dirección a la institución pero trabaja (y esto no lo debe de perder de vista) por y para la institución.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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viernes, 17 de noviembre de 2017

Generalización en las discusiones: fórmula infalible para mostrar carácter, congruencia y compromiso


Generalización en las discusiones: fórmula infalible para mostrar carácter, congruencia y compromiso

Es un hecho que algo que nos caracteriza como seres humanos es que tenemos a nuestro alcance la discusión de los problemas para llegar a la solución de los mismos, discusión que por lo acalorado de ciertos temas puede volverse candente, pero que si aplicamos la fórmula de generalizar las ideas subyacentes en los temas la discusión no solo se vuelve más fluida sino que los participantes demuestran de que están hechos.

En varias ocasiones he puesto a consideración de quien lee esto, diversos temas relativos a la gestión universitaria, temas que tocan lo mismo la parte académica que la parte administrativa y que tienen que ver de igual forma con alumnos y con la sociedad en general. De la misma forma, en más de una ocasión, he tenido la oportunidad de intercambiar ideas (no discutir, sino intercambiar ideas), con lectores que piensan de otra forma.

Hago aquí un paréntesis para agradecer a esos lectores que con su desacuerdo en algunas de las ideas expuestas me dan la valiosa oportunidad de reconsiderarla y ver desde otra perspectiva el tema que se discute. Soy un convencido de que donde dos piensan igual, uno sale sobrando; y que de la misma forma las diversas posturas sobre un tema enriquece la discusión del mismo.

Cerrado ese paréntesis continúo. Comentaba el intercambio de ideas que he sostenido con lectores cuya visión del punto tratado difiere de la de un servidor. En ese intercambio de ideas he aplicado una regla que he aprendido en mi andar por la universidad. Ese caminar que me ha llevado a diferentes niveles universitarios y me ha permitido entrar en discusión de temas en diversas mesas, me ha dado una fórmula muy básica que me permite darle fluidez a una discusión (incluso destrabarla cuando ha llegado a un impasse) y no solo eso, sino que me ha permitido ver de qué están hechos quienes participan en dicho intercambio de ideas: generalización en las discusiones.

Cuando alguien habla de un punto en específico, aparte que la cuestión visceral está a flor de piel pues generalmente se trata de puntos donde el sustentante tiene filias o fobias, se presenta el fenómeno de perder la perspectiva del trasfondo del asunto que se esté tratando. Ambos problemas mencionados se superan cuando la discusión deja el plano de la especificidad (al menos en un principio) para ponerse de acuerdo en la generalidad del tema analizado.

Vamos ejemplificando esto. En una ocasión como funcionario universitario comencé varios procesos para la rendición de cuentas, procesos que iban desde refrendos hasta presentar a quienes integraban mi área el avance detallado del ejercicio presupuestal. Estos procesos se me señalaban por otros funcionarios que no les parecían y con los cuales en ocasiones discutí más de uno. Pero en vez de hablar en lo específico de tal o cual punto me iba a la generalidad: “dime, como funcionarios ¿estamos obligados a actuar bien o a actuar mal?, ¿los recursos que manejamos son nuestros o de la institución?, ¿si actuamos bien nos debemos de ocultar?” y así por el estilo. Obvio que las respuestas eran más que evidentes, evidentes no solo en el sentido en el cuál debían salir sino también evidentes pues evidenciaban que detrás del argumento esgrimido en contra lo único que había eran intenciones personales de un actuar discrecional.

Cualquier discusión en nuestras instituciones de educación superior (y de hecho en cualquier momento de nuestra vida) pueden comenzar con generalizaciones tales como ¿la transparencia es buena?, ¿la rendición de cuentas es buena?, ¿la inclusión es buena?, ¿la cordialidad es buena?, ¿el consenso es bueno?, ¿el compromiso es bueno?, y de ahí en función de las respuestas puede uno irse acercando poco a poco a la particularidad del tema en específico que se está tratando, de otra forma ese intercambio de ideas puede llegar a convertirse en una lucha encarnizada no por tener la razón sino por imponer una visión sobre el punto tratado.

La generalización de las discusiones nos permite tener una perspectiva más amplia del trasfondo del tema que se está tratando, de la misma forma nos faculta para desprendernos un poco de la cuestión emocional aunada a toda discusión pero más importante aún es que nos permite ver de qué están hechas las personas que intervienen en esa dinámica y concluir de manera correcta sobre cada tema tratado.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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viernes, 10 de noviembre de 2017

Primer mandamiento de las universidades: No confundirás los fines con los medios



La capacidad intelectual implica el saber qué se quiere obtener así como la forma de obtenerlo, a lo primero lo llamamos fines mientras que los segundos son los medios; en el caso de las universidades, y a pesar de lo que pudiera pensarse, el no confundir los fines con los medios debería ser la piedra angular de todo su quehacer, pero en muchas ocasiones pareciera que los medios se han convertido en los fines por sí mismos.

Todas las personas realizamos diferentes actividades, actividades que siempre tienen un para qué en nuestra vida. Quien hace ejercicio es para estar saludable o tener condición y esto para llevar una vida plena; quien estudia es para habilitarse y poder desempeñar un trabajo o profesión y así tener los recursos necesarios para vivir; quien está en un proceso de noviazgo busca finalmente y si las condiciones se dan, el formar una familia y de esta forma trascender.

Podríamos pensar en muchas más actividades que cotidianamente realizamos, pero todas tendrían la característica común de que buscan algo, no son un fin en sí mismas, hay una claridad del por qué se hacen las cosas y del para qué hacerlas. Pensar o proponer que se hacen solo porque sí, es decir, considerándolas un fin en sí mismas es algo absurdo e ilógico. En el caso de las universidades, ¿podemos decir lo mismo?

Desde los 80’s comenzó una estrategia gubernamental para la asignación de recursos extraordinarios a las universidades. La estrategia consistía en que se condicionaban esos recursos extraordinarios a cambio de que la universidad los enfocara en mejorar sus indicadores, indicadores que se identificaban sea con competitividad (programas educativos) y capacidad (planta docente y cuerpos académicos). Más recientemente se han incorporado otros factores que tienen que ver con la innovación y la administración institucional.

Hasta ese entonces, los profesores con maestría o doctorado en su mayoría eran docentes que tenían la capacidad, el interés o la necesidad pedagógica o disciplinaria por conseguir el grado; hasta ese entonces quienes escribían artículos o libros eran académicos a quienes se les daba, les gustaba y lo hacían como parte de sus actividades cotidianas; hasta ese entonces vinculación, tutoría, investigación y un sinfín de etcéteras respondían a perfiles del profesorado relacionado con sus capacidades, gustos o potencialidades. Después cambio todo.

De repente las universidades comenzaron (y aún continúan) a enfocar sus esfuerzos en mejorar esos indicadores con lo que –ojo- los medios se convirtieron en los fines. Antes quien obtenía un grado era porque lo requería para su desempeño académico-profesional, ahora el grado valía por sí mismo independientemente de si iba a ser aprovechado o potencializado por el docente. Antes quien escribía (y los medios que le publicaban) compartían la necesidad de difundir conocimiento innovador, de calidad, pertinente; ahora el publicar era un fin en sí mismo pues mejoraba los indicadores institucionales; antes la vinculación, tutoría, investigación y ese sinfín de etcéteras que pudiéramos mencionar se realizaban por la necesidad existente de hacerlo, ahora era para obtener puntos ante los organismos evaluadores.

Y así de repente, todo lo que antes era un medio para obtener algo más, se convirtió en un fin en sí mismo. Ya no se pregunta por qué este o aquel docente quiere estudiar una maestría o un doctorado, ya no se pregunta del por qué publicar tal o cual cosa generada por un maestro, ya no se pregunta del por qué de la tutoría, investigación y de nuevo ese sinfín de etcéteras. Ahora todo vale por sí mismo. Los medios se han convertido en fines.

Si analizáramos la pertinencia de toda esa habilitación y el impacto social de la mejora de todos los indicadores, ¿qué resultado obtendríamos? El incremento en profesores con maestrías y doctorados ¿ha mejorado la docencia, la investigación y la extensión de la ciencia y la cultura?; el incremento en publicaciones ¿ha generado o aplicado de manera innovadora conocimiento?; la tutoría, investigación y todo ese sinfín de etcéteras, ¿ha mejorado significativamente la comunidad en la cual las universidades están insertas?

Las universidades, sobre todo las universidades públicas no son entes aislados, reciben recursos públicos vía impuestos y por lo mismo tienen la obligación de destinar cada peso en actividades que si bien es cierto les generen valor como institución, ese valor se vea reflejado en la sociedad que aporta recursos y a la cual, a menos en el discurso, las universidades se deben.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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viernes, 3 de noviembre de 2017

Universidades en crisis: Se juntaron el hambre y la necesidad


La premisa básica que uno da por hecho cuando se habla de las universidades, es que en ellas están las personas más capaces técnica, profesional e intelectualmente hablando, por lo que con confianza podemos voltear hacia esas instituciones en busca de soluciones a los problemas que aquejan a la sociedad, pero ¿qué pasa cuando las universidades están inmersas en crisis que evidencian lo contrario de la premisa inicial?

En una ocasión hablaba con un amigo acerca de la grave crisis financiera por la que están pasando las universidades en nuestro país. Ambos hacíamos apreciaciones sobre lo que implicaba esto así como los alcances de los problemas universitarios. En medio de la plática le hice un comentario que sonó un poco escandaloso: “si las universidades, con tanto experto súper preparado que tiene, están inmersas en esos problemas, ¿no deberíamos dudar siquiera un poquito de su capacidad y por lo tanto no poner nuestra confianza en ellas?”

La idea es sencilla: ¿cómo es posible, por un lado, que las universidades hayan llegado a ese nivel de problema financieramente hablando y, por otro lado, cómo es posible que sean incapaces de resolverlo?

Sé que algunos argumentaran los problemas en cuanto a la radicación presupuestal de los compromisos financieros que tienen los diferentes niveles de gobierno (en el caso de las universidades públicas), pero aún así ¿no tienen planes de contingencia? ¿no saben distinguir entre lo prioritario y lo no prioritario? ¿no tienen manera alguna de encontrar soluciones a esos problemas?

Siguiendo con la conversación le comenté a mi interlocutor como es que un ama de casa al parecer demuestra más sabiduría en cuanto al manejo de sus recursos, esté o no letrada: administra lo que tiene y si no hay recorta. Pero parece que las universidades solo tienen la opción de pedir más y esperar se les de la totalidad de los recursos.

Seamos honestos: si pusiéramos en un grid las actividades que realizan todas las áreas de todas las universidades, ¿qué proporción de actividades podríamos considerar en el área de “prioritarias e ineludibles”? ¿un 90%? ¿un 70%? ¿un 50% o de plano menos?

Pongámoslo de una forma más sencilla: ¿alguien acudiría con un nutriólogo que está pésimamente de salud? ¿o con un contador público que está súper embroncado fiscalmente hablando? ¿o con un asesor financiero que está en bancarrota? Ahora bien, ¿alguien iría a una universidad a formarse, buscar soluciones o simplemente para buscar formas de mejorarse si dicha universidad está con graves problemas financieros, académicos o administrativos (que en muchas ocasiones son uno y lo mismo)?

Creo que para los fines que persigue una universidad (formar profesionistas, realizar investigación y extender la ciencia y la cultura), la peor tarjeta de presentación que puede tener es mostrarse y señalar que está con problemas, sean éstos los que sean, simple y sencillamente porque es una forma de decir “no puedo ni sé cómo, pero sí quiero ayudarte a ti”. Verdaderamente ridículo e incongruente.

Las universidades, antes que pretender incidir de manera decisiva en las sociedad con sus procesos, deben ser capaces de mostrarse como entes exitosos para poder creer –no solo confiar- en su capacidad para ayudarnos a remontar nuestros problemas y habilitarnos para conseguir nuestras metas.

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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