jueves, 26 de octubre de 2017

Objetivo de la educación: libertad


Si les preguntamos a cien personas cual es el objetivo principal de la educación, seguramente tendremos cien respuestas diferentes, mientras unos ven a la educación con un fin utilitarista, es decir, que sirva para algo, otros la ven como una habilitación, es decir, facultar a las personas para desarrollar su potencial. Pero independientemente de la idea que cada quien tenga, un análisis profundo nos lleva a concluir que el objetivo último de la educación no es otro sino el de la libertad.

Entremos a analizar el punto sobre la finalidad de la educación, por la experiencia personal el enfoque será sobre educación superior pero el análisis aplica para cualquier nivel educativo. Comencemos por analizar ciertas respuestas sobre los fines de la educación.

La respuesta tradicional que dan las universidades en sus planes y programas de estudios, es que la educación que ofrecen conlleva la finalidad, palabras más palabras menos, de formar profesionistas capaces y competentes para desenvolverse con éxito en el mundo laboral. Ahora bien, si uno hace un ejercicio mental del por qué ulterior, es decir, ¿por qué ese fin?, la respuesta será para que puedan trabajar, para que puedan ganar dinero, para que puedan vivir bien, pero preguntas posteriores buscando un fin último nos lleva ineludiblemente a la libertad. Un mal profesionista siempre estará subyugado por el mercado, tendrá que someterse a él, pero un profesionista competente y de éxito, como lo esbozan las universidades, es dueño de su destino y en última instancia libre.

Veamos otra respuesta, la de habilitar a la gente para que desarrolle su potencial. El análisis es el mismo, ¿para qué habilitar a la gente para que desarrolle su potencial? Las respuestas pueden ser para que se autorrealicen, para que sean felices, para que logren sus metas, pero de nueva cuenta una pregunta posterior de ¿para qué? nos lleva a la libertad que implica soltar a las personas de las ataduras y limitaciones que obstaculizan logar ese potencial.

Podemos tomar todas las respuestas que pudieran darnos sobre el fin de la educación pero la respuesta última siempre será la libertad, una libertad plena y total que como horizonte buscamos alcanzar, una libertad que faculta a las personas a lograr su potencial y conseguir sus sueños, una libertad  que le da las herramientas a los individuos para hacerse dueño de su destino.

Ahora bien, una respuesta que merece un análisis especial es cuando alguien comenta que el fin último de la educación es que la gente sea feliz. Sin entrar en discusión he de decir que no estoy de acuerdo, sostengo que la finalidad última de la educación es la de otorgar la libertad a todos los individuos, ¿por qué sostengo esto?, por lo siguiente: la educación sí puede comprometerse con darle libertad al individuo a través del conocimiento, la habilitación técnica o profesional, la creación de conciencia, etc. pero es el propio individuo quien con esa libertad debe dar el paso final para conseguir la felicidad a la que todas las personas aspiramos, solo que esa felicidad no es responsabilidad de la educación sino del individuo.

Obvio, por el análisis que estamos haciendo, que la educación faculta al individuo para lograr esa felicidad a través de la libertad que le otorga, pero no es responsabilidad de la educación, y por ende su fin último, el conseguir la felicidad para el individuo.

Si bien es cuestión de enfoque el fin último de la educación, de la verdadera educación, es liberar al individuo, aunque suene utópico liberarlo completamente tanto física, mental, emocional, económica, política y espiritualmente hablando para que cada quien se encuentre en totalidad de su potencial para alcanzar su destino en la vida.

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación • I+D+i • Consultoría
Desarrollo Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor

Este artículo puede verse en video en https://youtu.be/GLa5A_LIYn4

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viernes, 20 de octubre de 2017

Exámenes de incompetencia


Cuando hablamos de una formación profesional que se sustente en el enfoque de competencias, entramos sin querer en una madeja de instrumentos, procesos, vocabulario, escenarios y demás que en ocasiones impide valorar el alcance de la aplicación del enfoque de competencias, una manera de desenredar esa madeja es simple y sencillamente viendo los exámenes que se aplican para evaluar los resultados del proceso formativo.

Me ha tocado la fortuna de conocer varias universidades, las cuales en su mayoría se jactan de tener incorporado en sus procesos el enfoque formativo por competencias. De la misma forma cuando uno quiere abordar la manera en que cada universidad aplica este enfoque, se encuentra con el problema de que los formatos de la materia son diferentes, la jerga que se utiliza también cambia, las actividades son difíciles de calificar a menos que uno las evalúe in situ, etc. Pero esta dificultad no elimina la necesidad que se tiene de ver y saber la manera en que el enfoque por competencias se está aplicando en nuestras universidades.

Imaginemos un escenario donde al ir con un médico por un problema de salud éste tuviera que hacer decenas de análisis para poder hacerse de la impresión sobre nuestro estado de salud, realmente sería algo desgastante, impráctico y tal vez incluso riesgoso por los tiempos que esto tomaría. De la misma forma si uno quiere evaluar la aplicación del enfoque de competencias en los procesos formativos de las universidades debe ser capaz de escoger de entre toda la madeja que implica la implementación de éste enfoque, un indicador que nos permita al menos una primera impresión, este indicador son los exámenes.

El examen, lo que yo llamo la validación, es el punto final del proceso formativo, es la parte valorativa que incluye el análisis del grado de la habilitación en cuanto a las competencias profesionales que se buscan lograr, por lo tanto es una manera muy sencilla de evaluar aunque sea en una primera instancia todo el proceso formativo, y es precisamente aquí, como se dice vulgarmente “donde la puerca tuerce el rabo” al encontrarnos en ocasiones con verdaderos exámenes de incompetencia.

Dado que el examen implica un diseño, aplicación y posterior evaluación por parte del maestro, en ocasiones éste instrumento no responde a la necesidad de evaluar el grado de desarrollo de las competencias buscadas, sino más bien a facilitar al docente los pasos que hemos señalado: diseño, aplicación, evaluación. ¿Cuál es la característica principal que debe contener un examen que busque evaluar conocimientos, habilidades, actitudes y valores en un entorno formativo bajo el enfoque de competencias? Su aproximación con las características de la realidad.

Cada quien que llegue a sus conclusiones. En lo personal me han tocado ver exámenes muy fáciles de aplicar y evaluar por parte del maestro pero que para nada se acercaban en lo más mínimo a las características de la realidad, ahora bien, si el enfoque es el de competencias (y de hecho la formación de profesionistas señala que busca hacerlos competentes para un mundo laboral), ¿qué competencia, qué formación estaremos evaluando cuando el instrumento para ello no recupera en sí mismo las características de la realidad?

De nueva cuenta que cada quien llegue a sus conclusiones, y no se trata de iniciar una discusión estéril ya que cualquier argumento en uno u otro punto se salva cuando se responde a “este examen, ¿presenta en su diseño lo más cercano posible, las características de la realidad?” Si la respuesta es sí no hay discusión que sea necesaria, si la respuesta es no cualquier justificación es incapaz de salvar ese enorme defecto.

La formación por competencias no es un discurso que con solo decirlo y repetirlo se lleve a cabo, y si bien es una herramienta formativa que enfoca los procesos educativos, necesariamente debe incorporar en dichos procesos las características de la realidad y reflejar, por ende, en sus instrumentos de evaluación esas mismas características.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación • I+D+i • Consultoría
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viernes, 13 de octubre de 2017

Académicamente bueno, ¿pero profesionalmente malo?


En los diferentes procesos académicos que me ha tocado participar y que implican establecer perfiles de egresados, siempre se han determinado características que se identifican con la excelencia profesional, no solo conocimientos y habilidades, sino también actitudes y valores, ahora bien, si eso se espera de un profesionista egresado de una universidad ¿es lógico pensar que quienes estén al frente de los procesos formativos muestren menos características que aquellas que quieren desarrollar?

En una ocasión me toco una situación que fuera cómica sino fuera trágica en una universidad: había unos académicos que habían sido sancionados por diferentes faltas o señalados en varias irregularidades, faltas e irregularidades que no viene al caso mencionar, pero eran faltas e irregularidades graves y vergonzosas tanto para la universidad como, quiero suponer yo, para el mismo académico.

Lo incoherente e incomprensible, para mí, de la situación es que esas personas estaban dando clases, impartiendo asesorías, liderando proyectos de investigación o vinculación, participando en procesos institucionales, etc.

Cuando le pregunté a las autoridades del porqué de lo anterior escuche lo que hasta ahorita para mí es la respuesta más aberrante, absurda e ilógica que de alguien que trabaja en una universidad he escuchado: “lo que pasa es que a pesar de todo es un buen académico”.

Con esa desatinada argumentación pretendía justificar lo injustificable: tener liderando en procesos claves a personas que habían demostrado un ínfimo sino es que nulo amor a la institución, compromiso a la profesión, y responsabilidad con la vocación.

Todos los perfiles de los egresados de todas las universidades marcan no solo conocimientos y habilidades para poder ser considerados como profesionistas capaces, también mencionan actitudes y valores para poder ser considerados gente de confianza.

Pero lo que esta pobre autoridad (pobre en sentido intelectual) me decía, es que con que una persona tuviera conocimientos y habilidades aunque careciera de actitudes y valores positivos o incluso que éstos fueran negativos, le era suficiente para tenerlo formando alumnos, liderando investigaciones, relacionándose vía vinculación con la comunidad o participando en procesos institucionales.

Pero, desde mi punto de vista, no solo era aberrante, absurda e ilógica esa “justificación” sino que peor aún: era falsa. Nadie en su sano juicio iría con un profesionista que fuera muy capaz (conocimientos y habilidades) pero que estuviera señalado de graves acciones (actitudes y valores), pero en esta universidad (lo que es lo que a esa persona no le pueda ni le duela su propia institución), al parecer no había ningún problema con generar una situación por demás irracional.

En otras ocasiones he señalado que el compromiso de las universidades, dado que están en el pináculo del desarrollo, debe ser contar con los mejores elementos para formar, investigar y extender los beneficios de la ciencia y la cultura, pero estos elementos deben ser los mejores no solo en cuanto a conocimientos y habilidades, sino también en cuanto a actitudes y valores, de lo contrario su discurso frente a la sociedad será simplemente una dialéctica hueca, falsa y embustera.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación • I+D+i • Consultoría
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viernes, 6 de octubre de 2017

La sin razón de las modas académicas


Una premisa que uno da por sentado cuando aborda el tema de las universidades, es que quienes laboran ahí tienen un alto nivel de compromiso intelectual que les permite analizar a profundidad los temas y decidir correctamente basados con la mayor información de que se dispone, después de todo para eso se les paga: para pensar (y por ende educar, investigar y difundir la ciencia y la cultura), pero cuando uno ve las modas académicas no puede menos que dudar de esa premisa inicial.

“¡Todos por un posgrado!, ¡ahora todos a investigar!, ¡ahora todos a ponenciar!, ¡ahora todos a ser doctores!”, cual si fuera un tianguis donde las ideas se abaratan a tal grado que deben ser perifinoneadas, de un tiempo a la fecha en nuestras universidades se ha visto un fenómeno que más que tendencias académicas pareciera que estamos hablando de modas académicas.

Comenzaron a requerirse (sobre todo de manera externa, léase gobierno para asignar recursos extras u organismos certificadores o acreditadores para otorgar reconocimientos) que los maestros tuvieran posgrado y todos los docentes comenzaron a ser inscritos en maestrías, en algunos casos se llego al extremo que las mismas universidades generaban sus maestrías para ahí mismo formar y titular a sus propios maestros.

Luego vino la moda de los doctores. Igual que el caso anterior las universidades comenzaron a empujar a sus docentes ya con posgrado a cursar ahora doctorados, y de la misma forma en muchos casos creando endogámicamente ella misma sus propios grados para formar y titular a sus propios docentes como doctores.

¿Cuál es el resultado? Que las universidades pomposamente muestran como sus indicadores en estos rubros han subido (enfoque cuantitativo), pero cuando uno ve la actividad y productividad de estos docentes con maestrías o doctorados casi en nada se diferencia de lo que hacían antes de obtenerlos o de lo que hacen sus compañeros que no los tienen.

¿Qué quiere decir lo anterior? Que se le invirtió tiempo, esfuerzo y dinero (esto último de toda la sociedad que vía impuestos sostiene a la universidad) para que los docentes obtuvieran un grado más por la moda de obtenerlo que por responder al perfil del docente y al plan de la universidad, pero lo peor es que esa inversión no resultó en cambios dramáticos de desempeño como uno esperaría.

Luego vienen las ponencias, los artículos, los libros; se comenzó a exigir esto en los docentes y éstos desarrollaron maneras de lograr lo que se pedía (de nuevo enfoque cuantitativo): tantas ponencias, tantos artículos, tantos libros, productos que para nada atendían la calidad requerida y que, peor aún, no abonaban en nada a la sociedad que pagaba (y paga) con sus impuestos esto.

Pudiéramos seguir con una lista casi interminable de las actividades académicas que más bien parecen moda. Al parecer nadie se pregunta primero si el perfil del docente va encauzado hacia eso que se desea ahora haga en lo individual o en lo colectivo, lo importante de nueva cuenta es lo cuantitativo: “tantos nuevos posgraduados, tantos nuevos doctores, tantas nuevas ponencias, tantos nuevos artículos”, pero cuando uno pregunta ¿y todo este esfuerzo para qué ha servido? no es el silencio el que responde sino una retahíla que busca justificar lo injustificable: modas que nos han costado y que no nos han dejado nada.

La universidad debe entender que no está para cumplir modas sino para vivir su vocación de servicio a la sociedad y que para ello quienes se comprometan en tal o cual actividad deben tener la capacidad para ello y el compromiso para desempeñarse con excelencia en pos del bien común, de otra forma tendremos una pantomima donde todo parezca ir hacia adelante, aunque no nos movamos.



Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación • I+D+i • Consultoría
Desarrollo Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor

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