jueves, 8 de septiembre de 2016

Sindicalismo y Educación: Entre la excelencia y la mediocridad


Un hecho innegable en la historia humana es el derecho que los individuos tienen a defender y luchar por sus ideales, sea esto de manera individual o colectiva. En este último caso, en el de la colectividad, la figura de los sindicatos es sin duda de peso y relevancia en el desarrollo tanto de sus agremiados como de las organizaciones en las que están insertos, dependiendo precisamente este éxito de los fines explícitos, pero sobre todo los fines implícitos, que dichas asociaciones sindicales persigan, lo cual en educación se vuelve de una relevancia mucho mayor por los alcances y efectos que en este campo un sindicato puede llegar a tener.

Un sindicato es “una organización integrada por trabajadores en defensa y promoción de sus intereses sociales, económicos y profesionales relacionados con su actividad laboral, respecto al centro de producción (fábrica, taller, empresa) o al empleador con el que están relacionados contractualmente” y según la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 23, punto 4, “toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses”

Desde 1864, año en que se creó en Londres la Asociación Internacional de Trabajadores -primera central sindical mundial de la clase obrera- a la fecha han transcurrido bastantes años y se han conseguido bastantes logros. Entre los derechos que todo sindicato persigue para sus agremiados está el de un trabajo digno y socialmente útil, jornada máxima, labores prohibidas, jornadas especiales para adultos mayores y menores de edad, días de descanso cuando menos, cuidados laborales especiales para embarazadas, salarios mínimos e incrementos salariales, no discriminación laboral, y condiciones para huelga, entre otros.

Todo excelente, todo bien, todo plausible. El único problema es que de sus nobles orígenes como defensa colectiva de derechos laborales, en ocasiones los sindicatos, al sentir el poder, se han desbordado y en la búsqueda de posiciones de poder han terminado por dañar la fuente de empleo que no solo le da viabilidad al sindicato sino a los mismos trabajos de sus agremiados.

Tomemos un ejemplo cotidiano: el famoso pliego petitorio. En México los Sindicatos comienzan sus negociaciones con un pliego petitorio, en función del cumplimiento de sus exigencias se conjura o no la posibilidad de conflictos laborales al interior de la organización que alberga al sindicato, conflictos laborales cuyo cenit es la suspensión de labores en la figura de una huelga. En Japón, a diferencia de México, las negociaciones laborales comienzan con un pliego ofertorio por parte del sindicato: mayor rendimiento laboral, mejor producción, mejor calidad, y de ahí esperan la respuesta de lo que ofrecerá la empresa a cambio de lo que ofrece el sindicato. Diferente enfoque, ¿verdad?

Pero más allá de eso, en ocasiones los sindicatos, ávidos de poder, buscan posiciones más allá de lo laboral con intereses aviesos cuyo objetivo de corto plazo es conquistar, no derechos laborales, sino posiciones de poder en la organización, pero que a largo plazo minan la viabilidad de la organización.

En educación esto se da, por ejemplo, cuando los sindicatos buscan que al interior de las instituciones educativas se contrate, no a los más capaces, no a los mejores preparados, no a los más competitivos, sino a aquellos agremiados que “proponga el sindicato”. Es así como el sindicato se vuelve en la ventanilla única de ingreso y promoción que bajo la figura engañosa de “velar para que solo sus agremiados accedan a plazas laborales” se vuelve un proceso paralelo para la contratación o la promoción. La realidad detrás de esto son las cuotas de poder que buscan tener dentro de la organización y más que los beneficios laborales se trata de control no solo sindical sino laboral.

Pero, ¿cuál es el resultado de esto, sobre todo en educación? Que el ingreso y la promoción no está en función de indicadores de capacidad o calidad académica sino que está en función de subordinación, sino es que sumisión, a los dictados e intereses sindicales, lo cual en última instancia repercute en una educación mediocre, en un control asfixiante, y en procesos fácilmente corrompibles.

Ahora bien, es obvio que este intento de ambición desmedida de control y poder no se vende a sus agremiados como lo que es, sino que se esgrimen banderas de defensa laboral y de logros sindicales, pero basta tener dos dedos de frente para darse cuenta que todo proceso de ingreso y promoción que no se supedite a la competencia, que no garantice la contratación y ascenso de los mejores cuadros, y que le otorgue facultades omnímodas a un sindicato, no pude resultar en un beneficio de la organización en la que está inserto el sindicato ni por ende de sus trabajadores agremiados.

Ahora bien, hay que ser objetivos y entender que cuando un sindicato tiene esas intenciones, no habrá manera de hacerlo recapacitar, pero en el caso de la educación, y sobre todo de la educación pública, la sociedad puede presionar para que los sindicatos se mantengan en sus límites de luchas laborales sin excederse en sus pretensiones contractuales, de otra forma estaremos viendo una educación fallida, mediocre y sin futuro, y lo que es peor, estaremos cancelando a las generaciones futuras su derecho de un mejor porvenir.

Las luchas sindicales laborales se enmarcan dentro de la búsqueda constante del ser humano por mejorar sus condiciones generales, en el marco de la educación es un deber de todos cuidar que estas luchas no afecten la calidad de los procesos educativos pues en ellos está la semilla del futuro que deseamos para las futuras generaciones.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación • I+D+i • Consultoría
Desarrollo Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor

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